PROBLEMAS DE LA BIOÉTICA


Todos los sistemas bioéticos intentan cumplir con las cinco condiciones anteriores. El principio de la moralidad está en el hecho de que los seres humanos se sienten "responsables" de sus actos y, por tanto, internamente "obligados" a actuar de una manera determinada. La responsabilidad y la obligación son fenómenos directamente derivados del hecho de la racionalidad. Los seres racionales tienen estas características y, por ello, son individuos normales, del mismo modo que tienen otras características que los hacen sujetos de otros valores específicamente humanos, como los estéticos o los lógicos.

El origen de la vida moral está siempre en la comprobación que uno hace en sí mismo y que, por definición, tiene que ampliar al conjunto de todos los seres racionales, de que es sujeto de obligación y de responsabilidad. Ser sujeto moral, dijo KANT, es ser "fin" en sí mismo y no sólo "medio". En esto se diferencian las "personas" de las "cosas". Las personas son fines en sí mismos, porque son sujetos morales, en tanto que las cosas naturales son medios, porque no adquieren carácter o condición moral más que con respecto a las personas. De ello se deduce que el principio básico de lavida moral es siempre el respeto de todos los seres humanoscomo fines en sí mismos y el respeto de las demás cosascomo medios para los seres humanos.

A esta conclusión se llega desde puntos de vista y fundamentaciones de la ética muy distintos. En la tradición anglosajona es frecuente que se llegue a esta conclusión por vía teleológica o utilitarista, en tanto que en la tradición europea son más frecuentes las fundamentaciones deontológicas o principialistas. Es importante no perder de vista, en cualquier caso, que la conclusión a la que llegan es completamente similar.

El utilitarismo moral es una creación típicamente anglosajona, gestada en la época comprendida entre BENTHAM y STUART MILL. Por supuesto, este utilitarismo, que tenía como máxima la consecución del mayor bien para el mayor número de personas, ha dejado paso en la actualidad a otro que, por influencia continental europea, sobre todo de KANT, considera que las normas éticas han de cumplir siempre con el principio de universalización, de modo que el criterio no puede ser ya el del mayor bien para el mayor número, sino el del máximo bien para todos. Pero esta versión del utilitarismo es también anglosajona. El ejemplo más representativo está probablemente en el "prescriptivismo" de RICHARD HARE, para quien el criterio ético fundamental ha de consistir en "la atribución de igual importancia a los intereses iguales de todos los ocupantes de todos los papeles". Un discípulo de HARE muy influyente hoy en la bioética anglosajona, PETER SINGER, ha formulado esto de modo aún más conciso: el principio básico de la ética es el de "igual consideración de los intereses" de todos los implicados.

La tradición continental europea ha seguido por lo general otra vía para expresar el principio de igual consideración y respeto por todos los seres humanos. En general, no parte del principio de utilidad, y por tanto de maximización de los intereses de todos los implicados, sino de la constatación de un hecho primario, que la razón descubre en sí misma como absoluto e imperativo. Este hecho es, en la formulación de KANT, que todos los seres humanos son fines y no sólo medios y que, por tanto, deben ser tratados como tales, y la Humanidad como el reino de los fines.

Es importante advertir que tanto en una tradición como en la otra, el principio general de respeto de los seres humanos tiene un carácter estrictamente "formal", lo que significa que en sí no manda o prescribe nada concreto, aunque sí es la forma de todo mandato que tenga carácter prescriptivo. Se trata, pues, del patrón de medida de los actos en tanto que morales, lo que KANT denominó el "canon" de la moralidad, pero de nada más. Para que cualquier proposición tenga carácter deontológico o prescriptivo debe de ajustarse a ese criterio general que es el canon de la moralidad, pero este canon en sí no es prescriptivo y, por tanto, no dicta ninguna obligación moral concreta; es, simplemente, el patrón de medida de toda obligación moral, la forma de todo mandato deontológico.

Esa distinción es importante, pues permite diferenciar con nitidez dos tipos de imperativos morales. Unos son los imperativos meramente formales, que carecen de contenido material o concreto y que, por tanto, no obligan a nada en concreto, aunque definen la forma de toda obligación. Estos imperativos son los más radicales que pueden formularse en ética, y por eso tienen un carácter absoluto e incondicionado, son siempre verdaderos y carecen de excepciones. De este tipo son el principio de igual consideración y respeto de todos los seres humanos, o el de su consideración como fines y no como medios, etc. Son principios que, en orden a todo el ulterior desarrollo moral, tienen el carácter de últimos e incondicionados y, por tanto, de absolutos. Por ello obligan siempre y carecen de excepciones. Siempre hay que tratar con consideración y respeto a los seres humanos y siempre hay que respetar los intereses de los seres humanos, como dirían HARE y SINGER. Lo que sucede es que todavía no hemos dicho qué entendemos en concreto por seres humanos o cuáles son los intereses concretos que hay que respetar. Esto es lo que significa que tales principios tienen un carácter meramente formal.

A partir de esos principios formales, es preciso formular normas o criterios concretos, es decir, dotados de contenido material, que nos digan lo que está permitido o prohibido. Por ejemplo, si debemos respetar a todos los seres humanos, parece claro que no los podemos matar o que no podemos mentirles. Los principios de respeto de la vida y de veracidad son materiales, puesto que definen como buenos ciertos actos humanos concretos, y como malos sus contrarios. Esos principios tienen, pues, contenido material y, además, poseen carácter deontológico; es decir, mandan hacer ciertas cosas y evitar otras. Lo que sucede es que ya no tienen la contundencia y la absolutez del principio formal. Así, con respecto al principio formal hemos señalado que obligaba siempre y que no tenía excepciones, en tanto que los mandatos de contenido material no obligan siempre y tienen excepciones: hay veces que está moralmente permitido matar, y otras muchas en que nos vemos obligados a no decir la verdad y aun a mentir. Por eso, estos imperativos no tienen carácter categórico sino hipotético: su moralidad depende siempre de las condiciones materiales, de las circunstancias y de las consecuencias.

En bioética se considera que estos imperativos hipotéticos, que derivan directamente del imperativo formal de igual consideración y respeto de todos los seres humanos, pueden reducirse a cuatro o formularse en forma de cuatro principios, los de autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia. El primero y más importante es, sin duda, el de autonomía, ya que del principio formal deriva directamente el hecho de que todo ser humano debe ser considerado y respetado como un sujeto moral autónomo y que, por tanto, él es el agente moral primario, el responsable de sus propias decisiones. En principio, nadie puede coartar la libertad moral de los individuos y la primera obligación moral de todos ellos es realizar su vida de un modo responsable, responder ante su propia conciencia de su particular proyecto de vida. Esto es lo que suele denominarse "felicidad", el objetivo vital de cada persona. En él está la primera obligación moral de todo ser humano, en llevar la propia vida a plenitud, conforme a sus capacidades y posibilidades. Esto es algo que cada uno tiene que llevar a cabo de forma autónoma y es lo que explica que haya tantos proyectos de felicidad como personas. Por esto también unos pueden considerar "beneficioso" para el logro de ese proyecto de vida que se han propuesto cosas que para otros pueden no serlo. Dicho de otra manera, la "autonomía" define el horizonte de las cosas beneficiosas para mí, lo que en bioética se denomina beneficencia. Autonomía y beneficencia son dos principios íntimamente relacionados entre sí. No hay autonomía sin beneficencia ni beneficencia sin autonomía. Luego veremos las consecuencias que esto tiene en la relación médico-enfermo.

Hay, pues, un nivel de principios éticos materiales de carácter deontológico, que son los de autonomía y beneficencia. Ellos definen la ética "privada" de las personas, es decir, sus obligaciones morales intransitivas, las que pueden imponerse a sí mismos (ser médico o aviador o misionero) y que marcan el máximo moral al que aspiran. Los principios de autonomía y beneficencia definen la "ética de máximos", es decir, el máximo moral exigible por cada individuo a sí mismo, y que puede ser distinto del que se exijan los demás a sí mismos. Todos queremos ser felices, y hasta todos tenemos la obligación de serlo, pero cada uno lo será de una manera distinta. Por eso las obligaciones morales de este nivel tienen carácter privado e intransitivo. Yo puedo considerarme obligado a hacer muchas cosas que, sin embargo, no puedo obligar a los demás a que hagan. Si las hacen, será porque aceptan libremente mi punto de vista, es decir, porque piensan como yo. Pero en principio nadie puede obligar a otro a actuar conforme a su peculiar idea de la felicidad. La coacción convertiría la acción en no autónoma y, por tanto, haría por completo imposible toda esta dimensión de la moralidadhumana.

Pero la moralidad no se agota en este nivel de lo privado e intransitivo. Hay otra moralidad que es pública, compuesta por obligaciones claramente transitivas. En efecto, el principio de igual consideración y respeto de todos los seres humanos parece exigir, además del respeto de la diversidad de los proyectos de vida, la uniformidad en ciertas cuestiones básicas o comunes, es decir, en las acciones transitivas, en las relaciones entre los seres humanos. Esto es lo que definen los principios de no maleficencia y de justicia, que también están íntimamente relacionados entre sí, hasta el punto de poder considerarlos como dos facetas de un mismo principio, el de igualdad básica y respeto mutuo en la vida social. En este nivel, pues, a diferencia del anterior, el criterio básico no es el del respeto de la diversidad de códigos éticos, sino el de exigencia de igualdad básica, de respeto, aun coactivo, de un mismo código de reglas mínimas de convivencia. Por eso, éste no es el nivel de la ética de máximos, sino de la ética de mínimos. Lo que constituye este nivel es el mínimo de deberes que han de ser comunes a todos y que todos debemos cumplir por igual. Este mínimo define la ética pública de una sociedad, y tal es la razón de que tenga por garante al Estado. El Estado surge para proteger y promover el cumplimiento de los deberes propios de este nivel, que por ello mismo tienen el carácter de públicos. Estos deberes se refieren al respeto de la integridad física de las personas (no maleficencia) y a su no discriminación en la vida social (justicia). Estos deberes se establecen por consenso público y general y toman forma también pública. De ahí que se plasmen en derecho. El principio general del derecho es la igualdad de todos ante la ley, la no discriminación de nadie y la posibilidad de exigencia coactiva de sus preceptos. De ahí que los mandatos de este nivel obliguen, una vez establecidos por vía legítima, a todos los miembros de la sociedad, aun en contra de su voluntad.

A partir de aquí es posible definir de modo más preciso el concepto de autonomía. Por autonomía se entiende en bioética la capacidad de realizar actos con conocimiento de causa y sin coacción. Naturalmente, los principios de no maleficencia y de justicia son de algún modo independientes del de autonomía y jerárquicamente superiores a él, ya que obligan aun en contra de la voluntad de las personas. Entre aquéllos y éste hay la misma diferencia que entre el bien común y el bien particular. Yo puedo, debo y tengo que perseguir mi bien particular, pero también tengo obligación, en caso de conflicto, de anteponer el bien común al propio bien particular. Los principios universales o de bien común, como son el de no maleficencia y el de justicia, tienen prioridad sobre el principio particular de autonomía. Esto es algo que parece evidente y que, en cualquier caso, está en la base de toda la ética y el derecho occidentales. No parece fácil cuestionarlo de raíz. Por otra parte, aquello que es beneficioso lo es siempre para mí y en esta situación concreta, razón por la cual es incomprensible separado de la autonomía. No se puede hacer el bien a otro en contra de su voluntad, aunque sí estamos obligados a no hacerle mal (no maleficencia). Poner sangre a un testigo de Jehová es un acto negativo de beneficencia, precisamente porque va en contra del propio sistema de valores del individuo, es decir, porque se opone al proyecto de vida, al ideal de perfección que se ha trazado en la vida. La beneficencia depende siempre del propio sistema de valores y por ello tiene, a la postre, un carácter subjetivo, a diferencia de lo que sucede con los principios de no maleficencia y justicia.

De todo esto puede concluirse que los cuatro principios se ordenan en dos niveles jerárquicos, que podemos denominar, respectivamente, nivel 1 y nivel 2. El primero, el nivel 1, está constituido por los principios de no maleficencia y de justicia, y el nivel 2 por los de autonomía y beneficencia. El primero es el propio de la ética de mínimos, y el segundo es el de la ética de máximos. Naturalmente, en caso de conflicto entre ambos siempre tiene prioridad el nivel 1 sobre el 2.

Dicho de otro modo, las obligaciones públicas siempre tienen prioridad sobre las privadas. A los mínimos morales se nos puede obligar desde fuera, en tanto que la ética de máximos depende siempre del propio sistema de valores, es decir, del propio ideal de perfección y felicidad que nos hayamos marcado. Una es la ética del "deber" y otra la ética de la "felicidad". También cabe decir que el primer nivel es el propio de lo "correcto" (o incorrecto), en tanto que el segundo es el propio de lo "bueno" (o malo). Por eso el primero es el propio del Derecho, y el segundo el específico de la Moral.

Esta teoría de los dos niveles tiene la ventaja de recoger la sabiduría de siglos y evitar extremismos doctrinarios. Estos extremismos han consistido siempre en la identificación de los dos niveles y, por tanto, en la anulación de la diferencia entre ellos. Un extremismo, el propio de todos los totalitarismos políticos, consiste en negar el nivel 2, convirtiendo todo en obligaciones de nivel 1. Todos tienen que ser felices por decreto y compartir el mismo ideal de perfección y felicidad.Éste ha sido el sino de todas las utopías. Y siempre ha sucedido que la negación del nivel 2 ha llevado a la degradación moral de las personas y de la misma sociedad.

El extremismo opuesto es el de negar el nivel 1, convirtiendo todo en nivel 2. Ésta ha sido siempre la utopía liberal extrema y libertaria. Tampoco esto es posible. Es necesario respetar los dos niveles y conceder a cada uno su parte. La ética clásica distinguió siempre entre dos tipos de deberes, los llamados de obligación perfecta o de justicia, y los de obligación imperfecta o caridad. Ambos son expresión precisa de la teoría de los niveles
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