ATENCIÓN AL PACIENTE TERMINAL


En torno al paciente terminal se centra buena parte de los problemas éticos más importantes con los que debe enfrentarse el médico. Constituye una paradoja que una de las carencias que las facultades de medicina permiten al estudiante que concluye sus estudios de pregrado sea la referida al aprendizaje de todo lo concerniente con el proceso de morir. Salvo excepciones, cabe afirmar que ningún programa, disciplina, clase teórica o práctica permite exponer, comentar o discutir los problemas de todo tipo que le plantea al médico el encuentro con la muerte. Tampoco la formación posgraduada se ocupa en especial de este tema. Es al inicio de su ejercicio profesional cuando un día cualquiera ese estudiante –ya médico– se encuentra por primera vez con la muerte de forma directa, sin otros apoyos que aquellos que por sí mismo sea capaz de procurarse, y se ve obligado a enfrentarse a una situación que lo sobrecoge y le plantea, junto a los problemas médicos más o menos previsibles, otros absolutamente inéditos, muchas veces no imaginados y ante los que, con frecuencia, la primera tentación es la de huir.
La omisión de una cuestión tan esencial responde, consciente o inconscientemente, a algo que ha sido definido como una de las características de nuestra época: la tendencia de nuestra sociedad a eludir el problema de la muerte. Hablar de ella resulta de mal gusto. Tampoco es un tema sobre el que pensemos demasiado. Sólo cuando toca muy de cerca, algún familiar o amigo muy próximo y, enseguida, tendemos a olvidarlo. “La muerte y yo nunca nos encontramos”, decía Epicuro. Nuestra sociedad intenta ser fiel a esta norma. Una cosa es que sepamos que vamos a morir y otra muy distinta es que nos sintamos morir. Además, en último término, es el otro el que se muere. La muerte representa un fallo, un fracaso, una frustración para todos, pero que se revela especialmente desagradable y acusadora para los médicos.
El anciano es con más frecuencia que ningún otro el protagonista de esta historia: 4 de cada 5 muertes hospitalarias sobrevienen en mayores de 65 años. Además, en el anciano, el problema se plantea con tintes más dramáticos. El anciano nos recuerda demasiado la circunstancia de la muerte. Nuestra sociedad, hombres y mujeres, ven en él a un heraldo próximo que les anuncia un camino inevitable y les recuerda su condición de mortales. Se mueren los viejos y está bien que así sea. Es ley de vida, se dice. Cabe añadir todavía que el anciano tiene una experiencia mayor de la muerte. La ha vivido en más ocasiones a través de sus conocidos y de su propia familia. Se sabe más familiarizado con ella. La sabe necesariamente próxima y todas estas vivencias le otorgan mayor sensibilidad ante ella.
Dos son los mensajes de partida: el médico no puede rehuir este tema, que encontrará desde el primer día, ni puede esquivar su propia responsabilidad, ya que tendrá que asumir, quiéralo o no, un papel que se extiende más allá del mero ejercicio de curar –o intentar curar–, para el que ha sido preparado, y se aproxima al de un director de escena que debe –o al menos eso se espera de él en muchas ocasiones– ejercer cierto control sobre todas las circunstancias que acompañan a la muerte de su enfermo. Por consiguiente, nuestro médico debe prepararse para ello desde su período de formación, reflexionar y asumir unas cuantas ideas –sus ideas– que le permitan evitar las inhibiciones, no tener que improvisar y afrontar, en suma, de una manera coherente esta situación.
Ante el hecho de la muerte sólo tenemos dos certezas: la seguridad de que nos va a alcanzar y la ignorancia del momento. Su realidad, la idea que tenemos de la muerte y de su después condicionan la actitud ante la vida de un gran número de seres humanos. En el plano medicosocial nuestra época ha introducido cambios importantes en la manera de vivir la muerte, que van más allá del deseo de ignorarla ya referido. Se muere de otra forma y en otros sitios. Los hospitales e instituciones tienden a reemplazar a la propia cama. La tecnificación y los aparatos sustituyen a la familia. Además, en muchos casos los avances de la medicina permiten una razonable estimación aproximativa de algo tan importante como es cuándo se va a producir la muerte. Todo ello ha determinado que la búsqueda de una “muerte digna” se haya convertido en uno de los temas –y de las obsesiones– más discutidos de nuestro tiempo.
A la persona que se siente morir, y mucho más a la que sabe que se va a morir, se le plantean diferentes conflictos que su médico debe conocer y ser capaz de valorar. Estos conflictos, básicamente, pueden agruparse en dos grandes apartados:
pérdidas y temores. Entre las pérdidas, una de las más importantes es la de la propia independencia. Independencia para llevar a cabo su papel en la familia y en la sociedad, para ganar dinero, para manejarse por sí mismo en un sentido moral y también en el sentido más físico de la expresión (vestirse, comer, lavarse, cubrir sus necesidades fisiológicas, etc.). Se producen pérdidas de imagen y de apariencia, pérdidas en muchos casos del control de los acontecimientos, de la capacidad para tomar decisiones e incluso para seguir el proceso de la propia enfermedad. Son pérdidas a menudo automáticas e inevitables, pero que en ocasiones se le imponen al paciente desde fuera, desde la propia familia, desde la sociedad o desde la institución sanitaria, lo que puede multiplicar el carácter doloroso del conflicto.
Entre los miedos cabe destacar en primer lugar el temor a la propia muerte, y aquí cabría recordar los trabajos de Elisabeth KÜBLER-ROS, con su sistematización de las cinco fases por las que suele pasar el moribundo: negación, indignación y rabia, regateo, depresión y aceptación. A menudo, estos miedos se traducen en pérdidas de esperanza, en sentimientos de frustración cuando se analiza la vida pasada, o en exageración del sentido de la responsabilidad al pensar en los problemas que se dejan pendientes. El miedo se expresa también en aspectos mucho más concretos: al dolor que puede llegar, a los efectos del tratamiento, a la situación económica o al rechazo y abandono por parte de la familia y los amigos.
En el caso del anciano, estos conflictos normalmente se multiplican. A todo lo expuesto cabe añadir nuevos problemas. Piensa que ya ha vivido demasiado y que “los otros” lo saben, que por ello no se le trata como a los jóvenes y que su pérdida será menos llorada. Con frecuencia se siente como una carga y que lo suyo sería estar ya muerto. El anciano es consciente, además, de que la sociedad está organizada en función de la juventud y de la productividad, lo que acentúa su sensación de estorbo. Además, en muchos casos, él mismo espera y hasta desea la muerte. Ha sufrido suficientes pérdidas en su entorno para sentirse muy solo –con frecuencia de hecho lo está– en un mundo que él no entiende ni le entiende. El “dejarse morir” constituye un fenómeno mucho más común de lo que habitualmente se piensa en personas de edad avanzada. Con todo, ninguna de estas consideraciones evita, aunque sí matiza, el carácter conflictivo con que el proceso de morir se plantea en el anciano.
Resulta imposible dar unas normas específicas acerca de cuál debe ser la actuación del médico cuando se encuentra con un anciano moribundo. Tampoco se conoce bien cuál es su actitud habitual en estas situaciones. Una fuente de información importante –aunque local– en este sentido la constituye el estudio nacional sobre la eutanasia y otras decisiones médicas relativas al final de la vida que se está llevando a cabo en Holanda, y cuyos primeros resultados empiezan a ser publicados. Estos trabajos incluyen encuestas detalladas a 405 médicos, y el análisis de datos obtenidos prospectivamente con información acerca de 2.250 muertes. La muestra es amplia, representativa e ilustra bien la actitud del colectivo médico holandés ante esta situación. El 79% de la población objeto de este estudio corresponde a pacientes mayores de 65 años.
De acuerdo con los primeros resultados se sabe que: a) en el 17,5% de todas las muertes se administraron opiáceos para aliviar el dolor y otras molestias en dosis suficientemente altas para que existiera la posibilidad de acortar la vida del paciente; b) en otro 17,5% la decisión más importante fue la de no tratar; c) en el 1,8% de los casos al parecer se llegaron a administrar dosis letales de fármacos a requerimiento del paciente; d) en el 0,3% se produjo “asistencia médica” al suicidio, y e) finalmente en el 0,8% se realizaron actuaciones que pudieron terminar con la vida del paciente sin que existiera una petición explícita y persistente por parte de éste. Aunque se trata de datos holandeses no dejan de resultar altamente significativos.
En todo caso tiene interés recordar algunos de los problemas concretos con los que deberá enfrentarse el médico al llegar a este punto.
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